Ribadavia: a súa historia. Curiosidades.

 

Lugar para seleccionar e escribir historias curiosas de Ribadavia.

 

 

  La historia de Ribadavia de Samuel Eiján. (Lolín Lira P.)

 

La gallega que salvó a 500 judios. (Paco Rego. El mundo.)

 

  Heroinas del silencio. (J.A. Otero Ricart. La opinión Coruña.es)

 

  La familia Touza reclama reconocimiento a Israel. (La Región 08/09/2008,)

 

  Entrevista a Julio Touza. Mi abuela ayudó a más de 500 judios. (La Región 20/11/2011,)

 

  La epopeya de la familia Touza será llevada al cine. (La Región 15/01/2012 ,)

 

  Historia de la Estación de Ribadavia.  (Paco Boluda y Manuel Hernández. Revista Via Libre.)

 

  Historias de Ribadavia contadas por el vendedor de zapatos que escribía noticias.  (José Puga Alonso.)

 

  4o anos da desfeita do encoro de Castrelo de Miño. (Secundino Lorenzo)

 

  Rivadabia (Ribadavia)  no diccionario de Madoz. 1850. (Secundino Lorenzo)

 

  Ribadavia: leyenda y realidad de sus orígenes. (Rubén García ?. Fiestas del Portal 1951)

 

  Ribadavia, provincia de Pontevedra. 1928 (Voz Galicia)

 

  O Papuxa. (Artigo aparecido no ABC. 05/11/2012)

 

  

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LA GALLEGA QUE SALVÓ A 500 JUDIOS.

 

La gallega que salvó a 500 judíos

Lola, la «Schlinder» de Ribadavia, regentaba la cantina del ferrocarril y organizó entre 1941 y 1945 una red de fuga de judíos para pasarlos a Portugal. Su heroicidad, que revelamos en exclusiva, ha sido reconocida en Israel. Ni su hijo supo de su vida clandestina.

PACO REGO

Domingo 12 de Octubre del 2008

El Mundo cronica.

Texto sacado de este link.

 

El Quiosco era el cuartel general de la red de fuga de judios que Lola, en colaboración con sus dos hermanas había creado en 1941 en la Estación de Ribadavia/ Fotografía  Museo Etnológico de Ribadavia.

 

Un hombre de estatura elevada, barbudo y sucio, tapado con un abrigo de mendigo, está acurrucado en una esquina del único banco de madera del andén. Lleva todo el día mirando de reojo pasar vagones Miño abajo. Cae la noche de abril sobre la estación de ferrocarril de Ribadavia. La voz sale desde el quiosco, famoso por las rosquillas, dulces de almendra y licor de café, que regentan las hermanas Touza: «Mira ese hombre, lleva todo el día ahí sentado sin coger un tren...». Año 1941. Europa se desangra en la II Guerra Mundial. Los judíos que pueden huyen hasta el mismísimo fin del mundo para escapar de las llamas del Holocausto. Lola, una de las hermanas de la cantina, no duda en acercarse al forastero. Le habla en español. Él responde, con sus tristes ojos azules, en lenguas que ella no comprende.

¿Compasión, instinto? La gallega nunca explicó por qué dio cobijo en su casa a aquel desarrapado. Pero lo hizo. Y hoy un árbol sembrado este septiembre en una colina de Jerusalén —donde brotan pinos en memoria de los llamados Justos entre las Naciones— cuenta la heroica y silenciada historia que convirtió a Lola Touza Domínguez, la quiosquera de Ribadavia, en salvadora de cientos de judíos perseguidos. En una auténtica Schindler gallega.

 

Lola Touza, con el pelo blanco, a los 67 años, en una fiesta familiar, en 1961. Su apodo de guerra era "La Madre".

 

 

Con aquel hombre, Lola y sus dos hermanas empezaron a tejer una red de fuga —por la que llegaron a escapar más de medio millar de judíos— que arrancaba en los Pirineos y terminaba al otro lado del río Miño, en Portugal. Se juramentaron con un barquero, dos taxistas y un emigrante retornado al que en el pueblo llamaban El Evangelista. Un silencio gallego que ha durado más de 60 años.

El nombre de aquel flaco judío-alemán de los ojos azules, llegado de Lyon, de donde se había escapado del campo de concentración con un asturiano al que las balas nazis mataron tras la huida, fue uno de los muchos que Lola y sus valientes cómplices se llevaron a la tumba. Porque todos los héroes anónimos de la trama gallega de fuga de judíos están muertos. Si por ellos fuera, en el camposanto de la Villa feudal ourensana, partido por un muro de piedra vieja que lo separa del cementerio de los infieles, aún dormiría aquel secreto.

No han sido ellas, ni sus sobrinos, ni sus nietos quienes han desenterrado el juramento de silencio que las Touza se hicieron en vida. La voz delatora llegó del otro lado del Atlántico. Un viejo judío neoyorquino quiso, allá por 1964 (dos años antes de que Lola falleciera a los 72 años), saber qué había sido de aquella mujer que le llevó una noche sin luna al otro lado de la frontera. A la libertad. Se llamaba Isaac Retzmann y, como tantos otros salvados por la cantinera ribadaviense, pudo alcanzar América en 1943.

 

Amparo, Lola y Julia Touza.

Retzmann, próspero comerciante alemán de padres judíos, había conocido a un emigrante gallego en la Gran Manzana, un tal Amancio Vázquez, y, sabiendo que éste volvía al terruño de vacaciones, le pidió encarecidamente que preguntara por las hermanas Touza. Tenía 70 años y una delicada salud que le hacía presagiar una muerte anticipada. El encargo terminó llegando a un librero de Vigo, Antón Patiño Regueira, y con él empezó a alumbrarse esta historia oculta que Crónica desvela en exclusiva (Antón dejó escrito antes de morir, en 2005, el esbozo de la verdad de estos héroes de Ribadavia).

De Lola Touza, la más bella de las hermanas —«Tenía una cara muy dulce», recuerda su nieto Julio—, se sabía que su imagen había ilustrado una estampa que circuló por el frente de guerra del 36 para animar a las tropas. Que los niños de Ribadavia aprovechaban los recreos del colegio para ir a su quiosco a probar deliciosos dulces caseros. Que era una madre soltera más, de las muchas de la época. Lo que nadie sospechaba era que la popular mujer de la cantina valía mucho más por lo que callaba. Lola, la madre de la gran fuga.

Abraham Bendayem, Isaac Retzmann, un tal Ariel... En Jerusalén siguen reuniendo testimonios y nombres para elaborar la larga lista de quienes le deben la vida. Los cálculos más conservadores hablan de casi 400 judíos salvados —exactamente 384, lo que matemáticamente equivaldría a dos personas por semana durante los cuatro años, 1941 a 1945, que se mantuvo activa la red de escapada—. Aunque estimaciones más realistas sostienen que el número podría superar el medio millar.

Sesenta años después, llueven los parabienes en el hogar de los Touza. Adosada a un muro de la que fue casa de las heroínas en Ribadavia (calle Juez Viñas, 2), luce desde el 7 de septiembre una placa de bronce: «A las tres hermanas, Lola, Amparo y Julia Touza, luchadoras por la libertad». El propio presidente de la Asamblea Universal Sefardí, Isaac Siboni, en una carta fechada el pasado 7 de agosto, dejaba constancia escrita del sentimiento de toda la comunidad judía: «Nuestro testimonio de admiración y gratitud para Lola, Amparo y Julia, quienes aun a riesgo de sus vidas han salvado a sus semejantes, a nuestros hermanos, de una muerte segura». Cuatro días después, el reconocimiento llevaba la firma de Ron Pundak, al frente de The Peres Center for Peace, la fundación para la paz que auspicia el presidente de Israel, Simón Peres. Dice así:«Recordar estos días a las hermanas Touza es un ejemplo para el futuro de amor y de valor, principios escasos en estos tiempos de odio».

Hasta la fecha, sólo tres españoles —el diplomático Eduardo Propper de Callejón, destinado en Francia, y los funcionarios de la embajada española en Berlin José Ruiz de Santaella y su esposa Carmen Schrader— ostentan el título de Justos entre las Naciones, el equivalente a la causa de beatificación católica, que concede la Fundación Yad Vashem a quienes, como Lola, salvaron a sus compatriotas del exterminio. La santificación judía de la gallega está en marcha.

Han tenido que pasar tres generaciones para que un Touza, Julio, 57 años, el nieto, pueda reconstruir la historia de su abuela. Mientras cruzamos la calle Orense (paradojas del destino) que conduce a su estudio de Madrid, los recuerdos afloran nítidos en su cabeza. «Ahora me explico muchas de las cosas que ella hacía, que hablaba en alto...». El prestigioso arquitecto revive las tardes de domingo en casa de Lola, un antiguo caserón con arcos de piedra, los bailes de fin de semana en la planta de arriba, aquella bolsita de tela cargada de monedas que ella guardaba celosamente en un cajón del viejo aparador... «Eran duros de plata alfonsinos. No quería que nadie los tocara. Valían más que la peseta, ya en curso, y yo, que era un niño, pensaba que mi abuela los coleccionaba. Pero no. Los guardaba como recuerdo de otros tiempos. Con monedas como ésas había pagado algunos favores y el resto se lo había dado a los judíos escapados. Nadie en la familia lo supo nunca. Ni siquiera su único hijo, mi padre... Se ha muerto sin saberlo».

LA COARTADA

Cosas de la vida. Aquellos pasodobles, tangos y chachachás no sólo daban a las Touza unos dinerillos extra con los que poder capear las penurias domésticas en una España mísera de posguerra, donde judíos y masones encarnaban todos los males. Pero no era más que una coartada. De aquellas tardes de bailes y bacarrá, Lola hacía caja para su causa clandestina. «Nadie pasaba hambre a su lado», recuerda el músico de La Lira (banda del pueblo) Ramón Estévez Arango, protagonista ocasional de aquella gran evasión. «Vendía lo que hiciera falta, un abrigo, un anillo, cualquier cosa con tal de ayudar a un solo judío. Era de naturaleza muy desprendida». Generosa.

Y de pronto nos viene a la memoria el angustiado rostro de Oskar, el héroe de la inolvidable película La lista de Schindler, con ojos llorosos y gesto desesperado, mientras a su alrededor un grupo de hombres y mujeres enternecidos esperan a que el empresario benefactor los elija para su fábrica, salvándoles así de la muerte en un campo nazi. «El coche. ¿Por qué me quedé el coche? Valía 10 personas. Diez personas más… Esta pluma. Dos personas. Es de oro… Dos personas más… Él (se refería a un oficial de la SS) me hubiera dado dos personas por ella, al menos una. Una persona más. Por esto… ¡Pude haber salvado a una persona más...!». «Lola era como Schindler», remacha Ramón, el vecino músico. Lola Schindler Touza. El cerebro de la escapada. «No entendía de partidos ni de credos religiosos». Y dicho esto, el viudo hombretón sienta sus 86 años en un banco de la cocina de su casa, en el corazón del barrio judío de Ribadavia (otro guiño del destino), y con parsimonia espera a que las campanas de iglesia de Santiago enmudezcan.

Lola, para el músico Ramón, es una dulce historia de adolescencia. Tenía 17 años cuando se tropezó de bruces con esa realidad que nadie en el pueblo parecía ver. Era una mañana de septiembre de 1941 y ayudaba a su padre, Francisco Estévez, en la descarga de un vagón de ladrillos. Lola se acercó a Paco, como ella le llamaba, y con discreción le preguntó: «¿Cuándo vais de pesca? Necesito que me hagas un favor. Tengo aquí a una persona que quiere pasar a Portugal, pero no quiere hacerlo en tren ni por carretera».

A la mujer le habían soplado que dos agentes de la Gestapo —llegados de Vigo, desde cuyo puerto transportaban el wolframio extraído de las minas gallegas para nutrir la maquinaria de guerra de Hitler—, merodeaban por los alrededores del pueblo a la caza de un judío-alemán fugado de Francia. «Mi padre, por aprecio a Lola, no lo dudó», rememora Ramón. Y esa misma madrugada, a las cuatro en punto, acudieron a la casa de la mujer armados con sus cañas de pescar.

 

 

DESNUDO Y AL AGUA

«A él le dimos otra caña y, aunque chapurreaba el español, le dijimos que no hablara. Nos fuimos directos a la orilla del Miño y echamos a andar toda la noche. Nadie sospecharía, pues muchos pescadores solían salir a esa hora en busca de truchas y anguilas para matar el hambre». Por si acaso, Paco se quedó atrás mientras su hijo y el extranjero apuraban el paso. Horas más tarde, recorridos ya casi 40 kilómetros por un sendero empedrado, llegaron a Frieira, la aldea gallega que linda con Portugal. «Como yo era un chaval, el alemán me preguntó si no me importaba que se quitara la ropa. Le dije que no. La dobló y se la ató a la cabeza con el cinto del pantalón. «Te recordaré toda la vida, amigo», me habló en bajo al oído antes de echarse al agua, al tiempo que me regalaba un duro de plata alfonsino. Vi como alcanzaba la orilla portuguesa, y desde entonces nunca más supe de él. En el antebrazo llevaba tatuado el 451... Me dijo que se llamaba Abraham Bendayem».

Abraham era aquel hombre de la estación de ferrocarril, el de los tristes ojos azules, barbudo y sucio, con el que Lola abrió la ruta clandestina —dicen que la más importante de la Península— por la que cientos de judíos ganaron la salvación. Lejos de su tierra prometida. Los más, alcanzaron las costas de Estados Unidos, Brasil, Argentina y Venezuela. Otros escaparon a África, sobre todo a Marruecos y Argelia. Gracias al boca a boca y a la eficaz organización de la comunidad judía, el nombre de Lola se extendió por Europa.

Ni el férreo secreto, ni las noches cerradas garantizaban, sin embargo, que la fuga llegara a buen puerto. Por eso Lola se cuidaba mucho de las compañías. Una palabra a destiempo, un gesto o una mirada indiscreta podían llevarla a la lista de traidores o al destierro perpetuo en una cárcel. La madre, su nombre de guerra en la red de fuga, se rodeó de lugartenientes fieles hasta la muerte. Dos taxistas (José Rocha Freijido y Javier Míguez Fernández, El Calavera), Ricardo Pérez Parada, apodado El Evangelista, que había aprendido inglés y polaco siendo emigrante en Nueva York, y que hacía de traductor) y el barquero Ramón Estévez. Según la ruta que eligiera Lola —había ideado tres: por senderos, carreteras de tercera y cruzando el Miño— actuaban estos héroes anónimos.

Todo empezaba con la llegada de un convoy señalado a la estación de Ribadavia. Lola esperaba con su cesta llena de rosquillas, caramelos y dulces de almendra en las manos. A veces los ofrecía por las ventanillas desde el andén. Otras veces se subía al tren y recorría los vagones con su mercancía. Era entonces cuando se encontraba siempre con alguien que le anunciaba la llegada inminente (día, hora y vagón) de una nueva tanda de judíos.

Los días de llegada, Lola era la primera en abandonar el quiosco. El mensaje de que unos judíos arribarían en las próximas horas corría rápido a los oídos del Calavera. Y en el silencio de la noche elegida, se consumaba la fuga de aquellos desesperados a bordo de su taxi, un Dodge negro americano. «Quién me lo iba a decir, Dios mío... Mi padre...». María del Carmen no se lo cree. Pregunta a la gente del pueblo, todos se extrañan. «Él fue legionario. ¿Qué le parece? Estuvo de chófer de Millán Astray. Y con aquel aspecto de hombre duro que tenía... ¡Qué orgullosa estoy de él».

—¿Nunca le hizo un comentario?

—Jamás. Lo único que nos decía en casa era que no quería comer peces del Miño.

—¿Por qué?

—Decía que estaba contaminado. Luego supimos que en la guerra los de Franco y los del otro bando tiraban a cantidad gente desde un puente que cruzaba el río. A los que se agarraban a los hierros les cortaban las manos. Muchos murieron ahogados o desangrados. Por eso mi padre nunca quiso comer peces.

Tal vez no fuese Lola la única que estaba en la diana de la Gestapo. Según va tirando de la historia su nieto Julio, al parecer, el servicio secreto británico contaba en Vigo con un espía que seguía de cerca los pasos de los alemanes. Se llamaba Eduardo Martínez y era médico. «Es muy probable que conociera a mi abuela», baraja el arquitecto. Sus informaciones fueron reconocidas por el Gobierno de las Islas con la Medalla al Valor, en 1945. «Estos días le he pedido al MI5 que busque los nombres de mi abuela y de mis tías en sus archivos. Me dijeron que pronto desclasificarán algunos papeles de la guerra. Quizás ahí esté la lista que andamos buscando».

La lista de Lola. Nombre en clave: La madre.

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HEROINAS DEL SILENCIO

Heroínas del silencio

Texto: J. A. Otero Ricart
Fotos: Familia Touza / J.Regal

"Que a cuántos judíos salvaron mi abuela y mis tías?. Es dificil saberlo -explica Julio Touza- porque el éxito de aquellas operaciones precisamente se basaba en que nadie lo supiese. Algunos dicen que a más de cincuenta, pero no lo sabemos con certeza.

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Texto sacado de este link.

Hay que tener en cuenta que los judíos llegaban a Ribadavia de uno en uno o en pequeños grupos, de tres o cuatro personas… Tal vez ahora, al conocerse el caso en todo el mundo, puedan salir a la luz nuevos datos e incluso testimonios de algún superviviente o de sus familiares”.
Las hermanas Lola, Amparo y Julia Touza Domínguez recibieron el pasado 7 de septiembre en su Ribadavia natal un emotivo homenaje póstumo en reconocimiento a su labor de ayuda desinteresada a judíos perseguidos por el nazismo durante la II Guerra Mundial. Las tres, con la colaboración de dos taxistas —José Rocha y Javier Míguez— y de un intérprete —Ricardo Pérez Parada— se encargaban de ocultar a los judíos y de llevarlos hasta la frontera con Portugal, país desde el que embarcaban más tarde hacia América o hacia el norte de África. Esta red clandestina de apoyo a los judíos debió funcionar entre los años 1943 y 1945.
Tras el homenaje, organizado por la Red Sefardí de España, el Centro de Estudios Medievales de Ribadavia acordó solicitar a Israel la declaración de Justas entre las Naciones para las hermanas Touza. Se trata del máximo reconocimiento oficial del Estado israelí a personas que ayudaron a los judíos durante el Holocausto.
Fueron dos judíos alemanes residentes en Nueva York, que querían hacer llegar su agradecimiento a las mujeres gallegas que les habían ayudado, los que desvelaron la actividad clandestina de las tres hermanas de Ribadavia. El asunto llegó a oídos del librero monfortino Antón Patiño, que se interesó por la historia y se reunió con ellas; poco antes de su muerte, en el año 2005, Patiño dio a conocer los hechos en su libro Memoria de ferro. “Antón Patiño conocía todos los detalles desde muchos años antes, desde que yo era un crío —apunta Julio Touza—, pero quiso mantener el silencio para evitar posibles represalias, y sólo al final de su vida dio a conocer aquellos hechos”.

Amparo Touza colaboraba con sus hermanas en las tareas de ayuda a los perseguidos.

Los hermanos Guillermo, Julio e Inés Touza guardan entrañables recuerdos de su abuela Lola y de sus tías Julia y Amparo, a las que de críos ayudaban en la cantina que tenían en la estación de ferrocarril de Ribadavia, donde vendían melindres y refrescos. “Recuerdo que siendo niño y también ya mocito les echaba una mano vendiendo refrescos cuando paraba el tren”, nos comenta Julio, hoy un prestigioso arquitecto en Madrid. También recuerda la casa donde vivían y por la que pasaron cientos y cientos de personas: un peculiar Casino en el que se jugaba a las cartas y había un salón de baile, pero también un local en el que se ayudaba a la gente que se veía obligada a emigrar. “Sí, por allí pasaba todo el mundo. Era un lugar de juego y de encuentro por el que pasó toda Ribadavia. En los años duros de la posguerra, mi abuela y mis tías daban de comer y ofrecían ropa a gente que se veía obligada a emigrar en busca de trabajo”.
La tradición judía de Ribadavia no tuvo nada que ver con la labor de las hermanas Touza de ayuda a judíos perseguidos durante la II Guerra Mundial.

Julia y Amparo (sentadas), en la boda de su sobrino nieto Guillermo Touza.

Es tan sólo una casualidad. Así lo entiende José Luis Chao, presidente del Centro de Estudios Medievales de Ribadavia. “El motivo principal —apunta— se encuentra más bien en que la red clandestina funcionaba a través del ferrocarril y las hermanas Touza Domínguez regentaban la cantina de la estación; sin olvidar la cercanía de Ribadavia con Portugal”. La misma opinión sostiene Julio Touza, que sin embargo cree que “esa tradición histórica de Ribadavia ligada al judaísmo pudo haber pesado sin embargo a la hora de no rechazar a los judíos como unos apestados”, como sucedía en otros lugares.
En los años de la posguerra española eran frecuentes en Galicia los casos de contrabandistas que conseguían determinados artículos en Portugal, y Ribadavia no era una excepción. A Julio Touza le viene a la memoria aquel Café Sical de contrabando que algunos vecinos iban a guardar en un zulo que había en la cantina que regentaban su abuela y sus tías.

La cantina de la estación de ferrocarril de Ribadavia que regentaban las hermanas Touza.

La red clandestina

La red de ayuda a los judíos en España, como señala el propio Julio, se iniciaba en Gerona, en la frontera con Francia, y en un primer tramo llegaba hasta Medina del Campo. Desde allí continuaba hasta Monforte y Ribadavia, a donde solían llegar los judíos perseguidos al anochecer. En una fase final, los huidos eran llevados hasta la frontera portuguesa, y desde el país vecino embarcaban luego rumbo a América, o a puertos del norte de África. “El Cantábrico era más peligroso porque estaba muy controlado por los alemanes”, añade Julio Touza.
En esa labor clandestina de ayuda a los judíos, las hermanas Touza contaban con la colaboración de dos taxistas, su pariente Xosé Rocha Freijedo, y Javier Míguez, conocido como el Calavera; y también con Ricardo Pérez Parada, un tonelero que había estado como emigrante en Estados Unidos y que hacía las veces de intérprete.
En los años cincuenta Lola, Amparo y Julia dejaron la actividad del casino y se dedicaron sólo a atender la cantina de la estación. “Tras el cierre del casino, ellas dormían en la antigua timba, un salón enorme, y recuerdo cómo en ocasiones se callaban de pronto cuando nosotros, sus nietos, estábamos escuchando hablar de ciertos asuntos”, apunta Julio
De la vieja casa guarda “recuerdos muy frescos” su hermano mayor Guillermo Touza, docente en Vigo, donde entrena al Valery Karpin de voleibol. “En la primera planta —señala— había una lareira muy grande, una sala comedor, otra que llamábamos la timba y el salón —enorme— que mi hermano y yo utilizábamos cuando ya no existía el Casino para jugar al fútbol con los amigos”. La lareira de la casa era un lugar de tertulia, sobre todo de mujeres, “y un lugar de acogida en invierno, porque allí se estaba caliente; recuerdo que muchos vecinos venían a dejar allí los chorizos para que se curasen”, añade Guillermo.

Imagen actual del lugar que ocupaba el quiosco.

De la personalidad de su abuela, Julio destaca que “siempre fue muy arriesgada. Más de una vez la acompañé por el puente de hierro, saltando entre las traviesas, con el peligro de caer al vacío unos 30 metros, porque era el camino más corto entre la casa y la cantina”. Lola era la mayor de las tres hermanas —en realidad fueron siete los hermanos— y también la que tenía más carácter, como apunta Guillermo: “Murió en 1966, de un ataque al corazón, con las botas puestas, trabajando en la cantina”.
Ninguna de las tres hermanas se casó. Lola tuvo un hijo de soltera al que dio sus apellidos: Julio Touza Domínguez, el padre de Guillermo, Julio e Inés, fallecido hace cinco años y enterrado en Ribadavia en el mismo panteón que su madre y sus tías. “A ellas les decían las madres, porque criaron a mi padre entre las tres; eran conocidas así por todo el mundo”, nos comenta Julio.
También sus nietos se criaron en su casa. Y ahora, hilando cabos, encuentran sentido a algunas conversaciones que entonces no entendían, como las alusiones a Antón Patiño y unos judíos que escuchó Julio en cierta ocasión, o aquel magnetófono que vio por primera vez en su vida Guillermo y en el que posiblemente estaban escuchando algún mensaje. Ahora se explica también Guillermo el sentido de “aquella cama que descubrí un día en el faiado de la casa, siempre oscuro, escondida entre las enormes vigas”. A partir de los años 60 fueron conociendo que en la casa se habían refugiado varias personas después de la Guerra Civil, entre ellas un cuñado que estuvo cuatro años escondido.

Familiares de las hermanas Touza.

También ellas habían sido encarceladas durante la contienda civil por socorrer a presos. La casa de las hermanas Touza estaba separada tan sólo unos metros de las ventanas de las celdas del propio Ayuntamiento de la villa, donde encerraban en un primer momento a los detenidos. Lola, Amparo y Julia ayudaban también desde la cantina de la estación que regentaban “tanto a los presos que eran transportados en convoyes hacía las cárceles de Vigo como a los soldados (muchos casi niños) que se apretaban en vagones de madera camino del frente”, refiere Julio Touza. “En su casa —continúa— fueron acogidos siempre cuantos sufrían necesidad”.
“El 7 de septiembre —relata Guillermo Touza—, durante el homenaje se me acercó una persona, hijo de un ferroviario, y me contó que mi abuela le llevaba comida a su padre cuando estaba en la cárcel en los años cuarenta. Fue algo que me emocionó”.
La relación de las hermanas Touza con los ferroviarios de la zona venía de antiguo, desde que en los años 30 se pusieron al frente de la cantina de la estación. “Abrían muy temprano, sobre las 7 o 07.30 de la mañana —recuerda su nieto Guillermo—. Hay que tener en cuenta que los trenes a vapor paraban en Ribadavia entre 15 y 20 minutos para cargar agua y la gente se bajaba del tren para tomarse un vino, un refresco o un licor café”.
El lugar de la vieja cantina lo ocupa ahora una jardinera. Tal vez sea un buen sitio para perpetuar la memoria de las hermanas Touza.

Un árbol las recuerda en Israel

Hace tres meses, el Centro Peres por la Paz plantó en las colinas de Jerusalén un árbol con el nombre de Lola Touza que recuerda la gesta de las tres hermanas. Sus nietos, que recibieron un diploma acreditativo, esperan ahora que el Gobierno israelí las nombre Justas entre las Naciones, el máximo reconocimiento oficial para aquellas personas que ayudaron a los judíos durante el Holocausto.
El título de Justos entre las Naciones, como nos explica Julio Touza, debe cumplir tres requisitos, y los tres se dan en el caso de su abuela Lola y de sus tías Amparo y Julia: 1) Que hayan salvado a un judío; 2) que lo hayan salvado arriesgando sus vidas; 3) que lo hayan salvado sin ánimo de lucro.
“El árbol plantado en las colinas de Jerusalén
—nos dice Julio Touza— significa que la vida continúa, y viene a ser algo así como una beatificación. Entrar en el Libro de Justo entre las Naciones sería ya una canonización”. La petición formal al Gobierno israelí para la inclusión en ese libro de las heroínas gallegas la llevará a cabo el Centro de Estudios Medievales de Ribadavia.
La familia de las hermanas Touza ha recibido felicitaciones en nombre del presidente de Israel y de altas instancias del mundo judío, entre otras Efi Stenzler, presidente del Directorio Mundial Karen Kayemeth L’eisrael; Ron Pundak, director General del The Peres Center for Peace en Israel, e Isaac Siboni, Presidente de la Asamblea Universal Sefardí. Para José Luis Chao, presidente del Centro de Estudios Medievales, el homenaje del 7 de septiembre “superó todas las previsiones y la noticia dio la vuelta al mundo. Para nosotros es un caso emblemático, porque en esta época en que hay tan poca solidaridad la hermanas Touza son todo un ejemplo de cómo gente humilde arriesgó su vida para ayudar a otras personas de forma desinteresada”.

 

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