El
Quiosco era el cuartel general de la
red de fuga de judios que Lola, en
colaboración con sus dos hermanas había
creado en 1941 en la Estación de Ribadavia/
Fotografía Museo Etnológico de
Ribadavia.
Un hombre de
estatura elevada, barbudo y sucio, tapado con un
abrigo de mendigo, está acurrucado en una esquina
del único banco de madera del andén. Lleva todo el
día mirando de reojo pasar vagones Miño abajo. Cae
la noche de abril sobre la estación de ferrocarril
de Ribadavia. La voz sale desde el quiosco, famoso
por las rosquillas, dulces de almendra y licor de
café, que regentan las hermanas Touza: «Mira ese
hombre, lleva todo el día ahí sentado sin coger un
tren...». Año 1941. Europa se desangra en la II
Guerra Mundial. Los judíos que pueden huyen hasta el
mismísimo fin del mundo para escapar de las llamas
del Holocausto. Lola, una de las hermanas de la
cantina, no duda en acercarse al forastero. Le habla
en español. Él responde, con sus tristes ojos
azules, en lenguas que ella no comprende.
¿Compasión,
instinto? La gallega nunca explicó por qué dio
cobijo en su casa a aquel desarrapado. Pero lo hizo.
Y hoy un árbol sembrado este septiembre en una
colina de Jerusalén —donde brotan pinos en memoria
de los llamados Justos entre las Naciones— cuenta la
heroica y silenciada historia que convirtió a Lola
Touza Domínguez, la quiosquera de Ribadavia, en
salvadora de cientos de judíos perseguidos. En una
auténtica Schindler gallega.
Lola Touza, con
el pelo blanco, a los 67 años, en una
fiesta familiar, en 1961. Su apodo de
guerra era "La Madre".
Con aquel hombre,
Lola y sus dos hermanas empezaron a tejer una red de
fuga —por la que llegaron a escapar más de medio
millar de judíos— que arrancaba en los Pirineos y
terminaba al otro lado del río Miño, en Portugal. Se
juramentaron con un barquero, dos taxistas y un
emigrante retornado al que en el pueblo llamaban El
Evangelista. Un silencio gallego que ha durado más
de 60 años.
El nombre de aquel
flaco judío-alemán de los ojos azules, llegado de
Lyon, de donde se había escapado del campo de
concentración con un asturiano al que las balas
nazis mataron tras la huida, fue uno de los muchos
que Lola y sus valientes cómplices se llevaron a la
tumba. Porque todos los héroes anónimos de la trama
gallega de fuga de judíos están muertos. Si por
ellos fuera, en el camposanto de la Villa feudal
ourensana, partido por un muro de piedra vieja que
lo separa del cementerio de los infieles, aún
dormiría aquel secreto.
No han sido ellas,
ni sus sobrinos, ni sus nietos quienes han
desenterrado el juramento de silencio que las Touza
se hicieron en vida. La voz delatora llegó del otro
lado del Atlántico. Un viejo judío neoyorquino
quiso, allá por 1964 (dos años antes de que Lola
falleciera a los 72 años), saber qué había sido de
aquella mujer que le llevó una noche sin luna al
otro lado de la frontera. A la libertad. Se llamaba
Isaac Retzmann y, como tantos otros salvados por la
cantinera ribadaviense, pudo alcanzar América en
1943.
Amparo, Lola y Julia Touza.
Retzmann, próspero
comerciante alemán de padres judíos, había conocido
a un emigrante gallego en la Gran Manzana, un tal
Amancio Vázquez, y, sabiendo que éste volvía al
terruño de vacaciones, le pidió encarecidamente que
preguntara por las hermanas Touza. Tenía 70 años y
una delicada salud que le hacía presagiar una muerte
anticipada. El encargo terminó llegando a un librero
de Vigo, Antón Patiño Regueira, y con él empezó a
alumbrarse esta historia oculta que Crónica desvela
en exclusiva (Antón dejó escrito antes de morir, en
2005, el esbozo de la verdad de estos héroes de
Ribadavia).
De Lola Touza, la
más bella de las hermanas —«Tenía una cara muy
dulce», recuerda su nieto Julio—, se sabía que su
imagen había ilustrado una estampa que circuló por
el frente de guerra del 36 para animar a las tropas.
Que los niños de Ribadavia aprovechaban los recreos
del colegio para ir a su quiosco a probar deliciosos
dulces caseros. Que era una madre soltera más, de
las muchas de la época. Lo que nadie sospechaba era
que la popular mujer de la cantina valía mucho más
por lo que callaba. Lola, la madre de la gran fuga.
Abraham Bendayem,
Isaac Retzmann, un tal Ariel... En Jerusalén siguen
reuniendo testimonios y nombres para elaborar la
larga lista de quienes le deben la vida. Los
cálculos más conservadores hablan de casi 400 judíos
salvados —exactamente 384, lo que matemáticamente
equivaldría a dos personas por semana durante los
cuatro años, 1941 a 1945, que se mantuvo activa la
red de escapada—. Aunque estimaciones más realistas
sostienen que el número podría superar el medio
millar.
Sesenta años
después, llueven los parabienes en el hogar de los
Touza. Adosada a un muro de la que fue casa de las
heroínas en Ribadavia (calle Juez Viñas, 2), luce
desde el 7 de septiembre una placa de bronce: «A las
tres hermanas, Lola, Amparo y Julia Touza,
luchadoras por la libertad». El propio presidente de
la Asamblea Universal Sefardí, Isaac Siboni, en una
carta fechada el pasado 7 de agosto, dejaba
constancia escrita del sentimiento de toda la
comunidad judía: «Nuestro testimonio de admiración y
gratitud para Lola, Amparo y Julia, quienes aun a
riesgo de sus vidas han salvado a sus semejantes, a
nuestros hermanos, de una muerte segura». Cuatro
días después, el reconocimiento llevaba la firma de
Ron Pundak, al frente de The Peres Center for Peace,
la fundación para la paz que auspicia el presidente
de Israel, Simón Peres. Dice así:«Recordar estos
días a las hermanas Touza es un ejemplo para el
futuro de amor y de valor, principios escasos en
estos tiempos de odio».
Hasta la fecha,
sólo tres españoles —el diplomático Eduardo Propper
de Callejón, destinado en Francia, y los
funcionarios de la embajada española en Berlin José
Ruiz de Santaella y su esposa Carmen Schrader—
ostentan el título de Justos entre las Naciones, el
equivalente a la causa de beatificación católica,
que concede la Fundación Yad Vashem a quienes, como
Lola, salvaron a sus compatriotas del exterminio. La
santificación judía de la gallega está en marcha.
Han tenido que
pasar tres generaciones para que un Touza, Julio, 57
años, el nieto, pueda reconstruir la historia de su
abuela. Mientras cruzamos la calle Orense (paradojas
del destino) que conduce a su estudio de Madrid, los
recuerdos afloran nítidos en su cabeza. «Ahora me
explico muchas de las cosas que ella hacía, que
hablaba en alto...». El prestigioso arquitecto
revive las tardes de domingo en casa de Lola, un
antiguo caserón con arcos de piedra, los bailes de
fin de semana en la planta de arriba, aquella
bolsita de tela cargada de monedas que ella guardaba
celosamente en un cajón del viejo aparador... «Eran
duros de plata alfonsinos. No quería que nadie los
tocara. Valían más que la peseta, ya en curso, y yo,
que era un niño, pensaba que mi abuela los
coleccionaba. Pero no. Los guardaba como recuerdo de
otros tiempos. Con monedas como ésas había pagado
algunos favores y el resto se lo había dado a los
judíos escapados. Nadie en la familia lo supo nunca.
Ni siquiera su único hijo, mi padre... Se ha muerto
sin saberlo».
LA
COARTADA
Cosas de la vida.
Aquellos pasodobles, tangos y chachachás no sólo
daban a las Touza unos dinerillos extra con los que
poder capear las penurias domésticas en una España
mísera de posguerra, donde judíos y masones
encarnaban todos los males. Pero no era más que una
coartada. De aquellas tardes de bailes y bacarrá,
Lola hacía caja para su causa clandestina. «Nadie
pasaba hambre a su lado», recuerda el músico de La
Lira (banda del pueblo) Ramón Estévez Arango,
protagonista ocasional de aquella gran evasión.
«Vendía lo que hiciera falta, un abrigo, un anillo,
cualquier cosa con tal de ayudar a un solo judío.
Era de naturaleza muy desprendida». Generosa.
Y de pronto nos
viene a la memoria el angustiado rostro de Oskar, el
héroe de la inolvidable película La lista de
Schindler, con ojos llorosos y gesto desesperado,
mientras a su alrededor un grupo de hombres y
mujeres enternecidos esperan a que el empresario
benefactor los elija para su fábrica, salvándoles
así de la muerte en un campo nazi. «El coche. ¿Por
qué me quedé el coche? Valía 10 personas. Diez
personas más… Esta pluma. Dos personas. Es de oro…
Dos personas más… Él (se refería a un oficial de la
SS) me hubiera dado dos personas por ella, al menos
una. Una persona más. Por esto… ¡Pude haber salvado
a una persona más...!». «Lola era como Schindler»,
remacha Ramón, el vecino músico. Lola Schindler
Touza. El cerebro de la escapada. «No entendía de
partidos ni de credos religiosos». Y dicho esto, el
viudo hombretón sienta sus 86 años en un banco de la
cocina de su casa, en el corazón del barrio judío de
Ribadavia (otro guiño del destino), y con parsimonia
espera a que las campanas de iglesia de Santiago
enmudezcan.
Lola, para el
músico Ramón, es una dulce historia de adolescencia.
Tenía 17 años cuando se tropezó de bruces con esa
realidad que nadie en el pueblo parecía ver. Era una
mañana de septiembre de 1941 y ayudaba a su padre,
Francisco Estévez, en la descarga de un vagón de
ladrillos. Lola se acercó a Paco, como ella le
llamaba, y con discreción le preguntó: «¿Cuándo vais
de pesca? Necesito que me hagas un favor. Tengo aquí
a una persona que quiere pasar a Portugal, pero no
quiere hacerlo en tren ni por carretera».
A la mujer le
habían soplado que dos agentes de la Gestapo
—llegados de Vigo, desde cuyo puerto transportaban
el wolframio extraído de las minas gallegas para
nutrir la maquinaria de guerra de Hitler—,
merodeaban por los alrededores del pueblo a la caza
de un judío-alemán fugado de Francia. «Mi padre, por
aprecio a Lola, no lo dudó», rememora Ramón. Y esa
misma madrugada, a las cuatro en punto, acudieron a
la casa de la mujer armados con sus cañas de pescar.
DESNUDO Y
AL AGUA
«A él le dimos
otra caña y, aunque chapurreaba el español, le
dijimos que no hablara. Nos fuimos directos a la
orilla del Miño y echamos a andar toda la noche.
Nadie sospecharía, pues muchos pescadores solían
salir a esa hora en busca de truchas y anguilas para
matar el hambre». Por si acaso, Paco se quedó atrás
mientras su hijo y el extranjero apuraban el paso.
Horas más tarde, recorridos ya casi 40 kilómetros
por un sendero empedrado, llegaron a Frieira, la
aldea gallega que linda con Portugal. «Como yo era
un chaval, el alemán me preguntó si no me importaba
que se quitara la ropa. Le dije que no. La dobló y
se la ató a la cabeza con el cinto del pantalón. «Te
recordaré toda la vida, amigo», me habló en bajo al
oído antes de echarse al agua, al tiempo que me
regalaba un duro de plata alfonsino. Vi como
alcanzaba la orilla portuguesa, y desde entonces
nunca más supe de él. En el antebrazo llevaba
tatuado el 451... Me dijo que se llamaba Abraham
Bendayem».
Abraham era aquel
hombre de la estación de ferrocarril, el de los
tristes ojos azules, barbudo y sucio, con el que
Lola abrió la ruta clandestina —dicen que la más
importante de la Península— por la que cientos de
judíos ganaron la salvación. Lejos de su tierra
prometida. Los más, alcanzaron las costas de Estados
Unidos, Brasil, Argentina y Venezuela. Otros
escaparon a África, sobre todo a Marruecos y
Argelia. Gracias al boca a boca y a la eficaz
organización de la comunidad judía, el nombre de
Lola se extendió por Europa.
Ni el férreo
secreto, ni las noches cerradas garantizaban, sin
embargo, que la fuga llegara a buen puerto. Por eso
Lola se cuidaba mucho de las compañías. Una palabra
a destiempo, un gesto o una mirada indiscreta podían
llevarla a la lista de traidores o al destierro
perpetuo en una cárcel. La madre, su nombre de
guerra en la red de fuga, se rodeó de lugartenientes
fieles hasta la muerte. Dos taxistas (José Rocha
Freijido y Javier Míguez Fernández, El Calavera),
Ricardo Pérez Parada, apodado El Evangelista, que
había aprendido inglés y polaco siendo emigrante en
Nueva York, y que hacía de traductor) y el barquero
Ramón Estévez. Según la ruta que eligiera Lola
—había ideado tres: por senderos, carreteras de
tercera y cruzando el Miño— actuaban estos héroes
anónimos.
Todo empezaba con
la llegada de un convoy señalado a la estación de
Ribadavia. Lola esperaba con su cesta llena de
rosquillas, caramelos y dulces de almendra en las
manos. A veces los ofrecía por las ventanillas desde
el andén. Otras veces se subía al tren y recorría
los vagones con su mercancía. Era entonces cuando se
encontraba siempre con alguien que le anunciaba la
llegada inminente (día, hora y vagón) de una nueva
tanda de judíos.
Los días de
llegada, Lola era la primera en abandonar el
quiosco. El mensaje de que unos judíos arribarían en
las próximas horas corría rápido a los oídos del
Calavera. Y en el silencio de la noche elegida, se
consumaba la fuga de aquellos desesperados a bordo
de su taxi, un Dodge negro americano. «Quién me lo
iba a decir, Dios mío... Mi padre...». María del
Carmen no se lo cree. Pregunta a la gente del
pueblo, todos se extrañan. «Él fue legionario. ¿Qué
le parece? Estuvo de chófer de Millán Astray. Y con
aquel aspecto de hombre duro que tenía... ¡Qué
orgullosa estoy de él».
—¿Nunca le hizo un
comentario?
—Jamás. Lo único
que nos decía en casa era que no quería comer peces
del Miño.
—¿Por qué?
—Decía que estaba
contaminado. Luego supimos que en la guerra los de
Franco y los del otro bando tiraban a cantidad gente
desde un puente que cruzaba el río. A los que se
agarraban a los hierros les cortaban las manos.
Muchos murieron ahogados o desangrados. Por eso mi
padre nunca quiso comer peces.
Tal vez no fuese
Lola la única que estaba en la diana de la Gestapo.
Según va tirando de la historia su nieto Julio, al
parecer, el servicio secreto británico contaba en
Vigo con un espía que seguía de cerca los pasos de
los alemanes. Se llamaba Eduardo Martínez y era
médico. «Es muy probable que conociera a mi abuela»,
baraja el arquitecto. Sus informaciones fueron
reconocidas por el Gobierno de las Islas con la
Medalla al Valor, en 1945. «Estos días le he pedido
al MI5 que busque los nombres de mi abuela y de mis
tías en sus archivos. Me dijeron que pronto
desclasificarán algunos papeles de la guerra. Quizás
ahí esté la lista que andamos buscando».
La lista de Lola.
Nombre en clave: La madre.
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HEROINAS DEL
SILENCIO
Heroínas del silencio |
Texto: J. A. Otero Ricart
Fotos: Familia Touza / J.Regal
"Que a cuántos
judíos salvaron mi abuela y mis tías?. Es dificil
saberlo -explica Julio Touza- porque el éxito de
aquellas operaciones precisamente se basaba en que
nadie lo supiese. Algunos dicen que a más de
cincuenta, pero no lo sabemos con certeza.
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Texto sacado de este link.
Hay que tener en cuenta que los judíos
llegaban a Ribadavia de uno en uno o en
pequeños grupos, de tres o cuatro personas…
Tal vez ahora, al conocerse el caso en todo
el mundo, puedan salir a la luz nuevos datos
e incluso testimonios de algún superviviente
o de sus familiares”.
Las hermanas Lola, Amparo y Julia Touza
Domínguez recibieron el pasado 7 de
septiembre en su Ribadavia natal un emotivo
homenaje póstumo en reconocimiento a su
labor de ayuda desinteresada a judíos
perseguidos por el nazismo durante la II
Guerra Mundial. Las tres, con la
colaboración de dos taxistas —José Rocha y
Javier Míguez— y de un intérprete —Ricardo
Pérez Parada— se encargaban de ocultar a los
judíos y de llevarlos hasta la frontera con
Portugal, país desde el que embarcaban más
tarde hacia América o hacia el norte de
África. Esta red clandestina de apoyo a los
judíos debió funcionar entre los años 1943 y
1945.
Tras el homenaje, organizado por la Red
Sefardí de España, el Centro de Estudios
Medievales de Ribadavia acordó solicitar a
Israel la declaración de Justas entre las
Naciones para las hermanas Touza. Se trata
del máximo reconocimiento oficial del Estado
israelí a personas que ayudaron a los judíos
durante el Holocausto.
Fueron dos judíos alemanes residentes en
Nueva York, que querían hacer llegar su
agradecimiento a las mujeres gallegas que
les habían ayudado, los que desvelaron la
actividad clandestina de las tres hermanas
de Ribadavia. El asunto llegó a oídos del
librero monfortino Antón Patiño, que se
interesó por la historia y se reunió con
ellas; poco antes de su muerte, en el año
2005, Patiño dio a conocer los hechos en su
libro Memoria de ferro. “Antón Patiño
conocía todos los detalles desde muchos años
antes, desde que yo era un crío —apunta
Julio Touza—, pero quiso mantener el
silencio para evitar posibles represalias, y
sólo al final de su vida dio a conocer
aquellos hechos”.
|
Amparo Touza
colaboraba con sus hermanas en las
tareas de ayuda a los perseguidos. |
Los hermanos Guillermo, Julio e Inés Touza
guardan entrañables recuerdos de su abuela
Lola y de sus tías Julia y Amparo, a las que
de críos ayudaban en la cantina que tenían
en la estación de ferrocarril de Ribadavia,
donde vendían melindres y refrescos.
“Recuerdo que siendo niño y también ya
mocito les echaba una mano vendiendo
refrescos cuando paraba el tren”, nos
comenta Julio, hoy un prestigioso arquitecto
en Madrid. También recuerda la casa donde
vivían y por la que pasaron cientos y
cientos de personas: un peculiar Casino en
el que se jugaba a las cartas y había un
salón de baile, pero también un local en el
que se ayudaba a la gente que se veía
obligada a emigrar. “Sí, por allí pasaba
todo el mundo. Era un lugar de juego y de
encuentro por el que pasó toda Ribadavia. En
los años duros de la posguerra, mi abuela y
mis tías daban de comer y ofrecían ropa a
gente que se veía obligada a emigrar en
busca de trabajo”.
La tradición judía de Ribadavia no tuvo nada
que ver con la labor de las hermanas Touza
de ayuda a judíos perseguidos durante la II
Guerra Mundial.
|
Julia y Amparo
(sentadas), en la boda de su sobrino
nieto Guillermo Touza. |
Es tan sólo una casualidad. Así lo entiende
José Luis Chao, presidente del Centro de
Estudios Medievales de Ribadavia. “El motivo
principal —apunta— se encuentra más bien en
que la red clandestina funcionaba a través
del ferrocarril y las hermanas Touza
Domínguez regentaban la cantina de la
estación; sin olvidar la cercanía de
Ribadavia con Portugal”. La misma opinión
sostiene Julio Touza, que sin embargo cree
que “esa tradición histórica de Ribadavia
ligada al judaísmo pudo haber pesado sin
embargo a la hora de no rechazar a los
judíos como unos apestados”, como sucedía en
otros lugares.
En los años de la posguerra española eran
frecuentes en Galicia los casos de
contrabandistas que conseguían determinados
artículos en Portugal, y Ribadavia no era
una excepción. A Julio Touza le viene a la
memoria aquel Café Sical de contrabando que
algunos vecinos iban a guardar en un zulo
que había en la cantina que regentaban su
abuela y sus tías.
|
La
cantina de la estación de
ferrocarril de Ribadavia que
regentaban las hermanas Touza. |
La red clandestina
La red de ayuda a los judíos en España, como
señala el propio Julio, se iniciaba en
Gerona, en la frontera con Francia, y en un
primer tramo llegaba hasta Medina del Campo.
Desde allí continuaba hasta Monforte y
Ribadavia, a donde solían llegar los judíos
perseguidos al anochecer. En una fase final,
los huidos eran llevados hasta la frontera
portuguesa, y desde el país vecino
embarcaban luego rumbo a América, o a
puertos del norte de África. “El Cantábrico
era más peligroso porque estaba muy
controlado por los alemanes”, añade Julio
Touza.
En esa labor clandestina de ayuda a los
judíos, las hermanas Touza contaban con la
colaboración de dos taxistas, su pariente
Xosé Rocha Freijedo, y Javier Míguez,
conocido como el Calavera; y también con
Ricardo Pérez Parada, un tonelero que había
estado como emigrante en Estados Unidos y
que hacía las veces de intérprete.
En los años cincuenta Lola, Amparo y Julia
dejaron la actividad del casino y se
dedicaron sólo a atender la cantina de la
estación. “Tras el cierre del casino, ellas
dormían en la antigua timba, un salón
enorme, y recuerdo cómo en ocasiones se
callaban de pronto cuando nosotros, sus
nietos, estábamos escuchando hablar de
ciertos asuntos”, apunta Julio
De la vieja casa guarda “recuerdos muy
frescos” su hermano mayor Guillermo Touza,
docente en Vigo, donde entrena al Valery
Karpin de voleibol. “En la primera planta
—señala— había una lareira muy grande, una
sala comedor, otra que llamábamos la timba y
el salón —enorme— que mi hermano y yo
utilizábamos cuando ya no existía el Casino
para jugar al fútbol con los amigos”. La
lareira de la casa era un lugar de tertulia,
sobre todo de mujeres, “y un lugar de
acogida en invierno, porque allí se estaba
caliente; recuerdo que muchos vecinos venían
a dejar allí los chorizos para que se
curasen”, añade Guillermo.
|
Imagen actual
del lugar que ocupaba el quiosco. |
De la personalidad de su abuela, Julio
destaca que “siempre fue muy arriesgada. Más
de una vez la acompañé por el puente de
hierro, saltando entre las traviesas, con el
peligro de caer al vacío unos 30 metros,
porque era el camino más corto entre la casa
y la cantina”. Lola era la mayor de las tres
hermanas —en realidad fueron siete los
hermanos— y también la que tenía más
carácter, como apunta Guillermo: “Murió en
1966, de un ataque al corazón, con las botas
puestas, trabajando en la cantina”.
Ninguna de las tres hermanas se casó. Lola
tuvo un hijo de soltera al que dio sus
apellidos: Julio Touza Domínguez, el padre
de Guillermo, Julio e Inés, fallecido hace
cinco años y enterrado en Ribadavia en el
mismo panteón que su madre y sus tías. “A
ellas les decían las madres, porque criaron
a mi padre entre las tres; eran conocidas
así por todo el mundo”, nos comenta Julio.
También sus nietos se criaron en su casa. Y
ahora, hilando cabos, encuentran sentido a
algunas conversaciones que entonces no
entendían, como las alusiones a Antón Patiño
y unos judíos que escuchó Julio en cierta
ocasión, o aquel magnetófono que vio por
primera vez en su vida Guillermo y en el que
posiblemente estaban escuchando algún
mensaje. Ahora se explica también Guillermo
el sentido de “aquella cama que descubrí un
día en el faiado de la casa, siempre oscuro,
escondida entre las enormes vigas”. A partir
de los años 60 fueron conociendo que en la
casa se habían refugiado varias personas
después de la Guerra Civil, entre ellas un
cuñado que estuvo cuatro años escondido.
|
Familiares de
las hermanas Touza. |
También ellas habían sido encarceladas
durante la contienda civil por socorrer a
presos. La casa de las hermanas Touza estaba
separada tan sólo unos metros de las
ventanas de las celdas del propio
Ayuntamiento de la villa, donde encerraban
en un primer momento a los detenidos. Lola,
Amparo y Julia ayudaban también desde la
cantina de la estación que regentaban “tanto
a los presos que eran transportados en
convoyes hacía las cárceles de Vigo como a
los soldados (muchos casi niños) que se
apretaban en vagones de madera camino del
frente”, refiere Julio Touza. “En su casa
—continúa— fueron acogidos siempre cuantos
sufrían necesidad”.
“El 7 de septiembre —relata Guillermo
Touza—, durante el homenaje se me acercó una
persona, hijo de un ferroviario, y me contó
que mi abuela le llevaba comida a su padre
cuando estaba en la cárcel en los años
cuarenta. Fue algo que me emocionó”.
La relación de las hermanas Touza con los
ferroviarios de la zona venía de antiguo,
desde que en los años 30 se pusieron al
frente de la cantina de la estación. “Abrían
muy temprano, sobre las 7 o 07.30 de la
mañana —recuerda su nieto Guillermo—. Hay
que tener en cuenta que los trenes a vapor
paraban en Ribadavia entre 15 y 20 minutos
para cargar agua y la gente se bajaba del
tren para tomarse un vino, un refresco o un
licor café”.
El lugar de la vieja cantina lo ocupa ahora
una jardinera. Tal vez sea un buen sitio
para perpetuar la memoria de las hermanas
Touza.
|
Un árbol las recuerda en Israel
Hace tres meses, el Centro Peres por la Paz
plantó en las colinas de Jerusalén un árbol
con el nombre de Lola Touza que recuerda la
gesta de las tres hermanas. Sus nietos, que
recibieron un diploma acreditativo, esperan
ahora que el Gobierno israelí las nombre
Justas entre las Naciones, el máximo
reconocimiento oficial para aquellas
personas que ayudaron a los judíos durante
el Holocausto.
El título de Justos entre las Naciones, como
nos explica Julio Touza, debe cumplir tres
requisitos, y los tres se dan en el caso de
su abuela Lola y de sus tías Amparo y Julia:
1) Que hayan salvado a un judío; 2) que lo
hayan salvado arriesgando sus vidas; 3) que
lo hayan salvado sin ánimo de lucro.
“El árbol plantado en las colinas de
Jerusalén
—nos dice Julio Touza— significa que la vida
continúa, y viene a ser algo así como una
beatificación. Entrar en el Libro de Justo
entre las Naciones sería ya una
canonización”. La petición formal al
Gobierno israelí para la inclusión en ese
libro de las heroínas gallegas la llevará a
cabo el Centro de Estudios Medievales de
Ribadavia.
La familia de las hermanas Touza ha recibido
felicitaciones en nombre del presidente de
Israel y de altas instancias del mundo
judío, entre otras Efi Stenzler, presidente
del Directorio Mundial Karen Kayemeth
L’eisrael; Ron Pundak, director General del
The Peres Center for Peace en Israel, e
Isaac Siboni, Presidente de la Asamblea
Universal Sefardí. Para José Luis Chao,
presidente del Centro de Estudios
Medievales, el homenaje del 7 de septiembre
“superó todas las previsiones y la noticia
dio la vuelta al mundo. Para nosotros es un
caso emblemático, porque en esta época en
que hay tan poca solidaridad la hermanas
Touza son todo un ejemplo de cómo gente
humilde arriesgó su vida para ayudar a otras
personas de forma desinteresada”. |
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